Katia Riveros nos invita a reflexionar críticamente sobre el rol de la educación parvularia en esta columna que destaca este rol fundamental para la educación en nuestro país.
El mes de noviembre nos entrega la oportunidad para reflexionar sobre nuestra labor como profesionales de la Educación Parvularia, los desafíos y, sobre todo, las responsabilidades éticas y políticas hacia los niños y niñas de Chile.
En nuestro país la creación de la carrera de Educación Parvularia fue un avance significativo que marcó el reconocimiento de la educación en la primera infancia como un ámbito fundamental para el desarrollo humano y social. En 1944 el día 22 de noviembre, la inspiración de Matilde Huice y la dirección visionaria de Amanda Labarca, la Universidad de Chile dio vida a esta carrera. Esta decisión no solo profesionalizó el área, sino que también comenzó a sentar las bases para la inclusión de los derechos y necesidades de la infancia en la discusión pública.
En el escenario global, se celebra el Día Mundial de la Infancia y se conmemoran los aniversarios de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos del Niño el 20 de noviembre de 1959 y la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño (1989).
Este último documento histórico estableció principios básicos como el derecho a la educación, a la salud y al juego, reconociendo a los niños como sujetos de derechos y no meros receptores pasivos. Sin embargo, más de seis décadas después, todavía enfrentamos el desafío de hacer efectivos estos derechos, particularmente en contextos de desigualdad como los que aún persisten en nuestra región.
El enfoque de derechos debe ser el eje articulador de las prácticas pedagógicas. Más allá de los “aprendizajes formales”, debe estar centrada en educar personas íntegras, con identidad, empatía y conciencia social. Esto implica, además, relevar la voz de todos los niños y niñas en los procesos educativos y considerarlos protagonistas de su aprendizaje.
La educación parvularia no debe ser vista como la preparación de los párvulos para su ingreso a la “educación formal o escolar”, sino que tiene un propósito mucho más profundo: educarlos en y para la vida misma. Esto significa mediar para potenciar el desarrollo cognitivo, para fomentar el desarrollo de habilidades esenciales como, la colaboración, la empatía, el pensamiento crítico y la capacidad de convivir con un entorno en constante cambio. La educación para la vida implica mostrar el camino a conocerse a sí mismos, a respetar a los demás y a construir relaciones significativas, es educar personas con valores que trasciendan lo individual y abracen lo colectivo.
Estas habilidades se nutren desde las primeras experiencias de juego libre, de exploración, asombro y goce vivencial, o en los momentos donde enfrentan sus primeras diferencias con otros y otras. Cada una de estas interacciones es una oportunidad para fomentar en ellos la confianza, la autonomía y el deseo de aprender que por cierto es inherente al Ser y que sea una luz que no se pague al crecer.
La educación parvularia no es un lujo ni una etapa menor; es la base donde se cimenta el futuro de un país. Es hora de que, como sociedad, reafirmemos nuestro compromiso con la infancia, que esta sea considerada como sagrada y trabajemos colectivamente para garantizar que cada niño y niña en Chile reciba una educación que respete su dignidad, valore su diversidad y promueva su desarrollo integral, el llamado es a continuar con la convicción profunda por superar los obstáculos que limitan su alcance